Nuevos Feminismos: La Política Bajo Sospecha

Por: Natalia Martínez Prado - Para: La tinta*
Fotos: Ana Medero


¿Cómo comprender a estos nuevos feminismos de masas, luego de los 8 años del primer Ni Una Menos? ¿Qué efectos trajo esa irrupción inesperada a su política? Aunque todavía no es tiempo de comprender del todo sus implicancias, sin embargo, hay reacciones presentes que parecen padecer más que festejar lo nuevo de estos feminismos.

Renacimiento

El 3 de junio de 2015 fue un acontecimiento político inesperado, no sólo por la conmoción de tantas personas en las calles, distintas entre sí, reunidas con carteles y demandas feministas socialmente invisibilizadas, sino, sobre todo, por dos grandes razones que vienen de antes. En primer lugar, porque históricamente los feminismos han sido parte de un proyecto político marginal, más de paria que de pueblo. Y esto es un hecho, recuperado por cualquier relato de historia feminista, pero también un principio de acción sostenido teórica y políticamente por ciertos feminismos que han tenido gran incidencia en los cursos de acción de la mayoría. En segundo lugar, la masividad y centralidad de los feminismos siguen siendo inauditos por la falta de herramientas analíticas y políticas para comprender y asumir semejante protagonismo. En particular, desde las implicancias que está teniendo esa centralidad en el escenario político nacional y en los feminismos como movimiento político.
Desde las propias militancias y activismos feministas, es notable cómo las primeras reacciones a este singular renacimiento feminista rápidamente se enfocaron en remarcar que, aunque pareció una movilización espontánea -de esas que agradan a la mayoría porque no fue “aparateada”, como si hubiese sido un fruto fugaz de la viralización en las redes sociales-, en realidad, era el resultado de un laborioso trabajo en red del movimiento feminista, que no tenía nada de novato ni improvisado, sino que merecía considerarse “histórico” dado el siglo de recorridos que le era propio en nuestro país.

Aunque la movilización de esa jornada efectivamente trastocó por completo las usuales apariciones públicas de los feminismos argentinos -que, recordemos, se producían periódicamente, aunque en grupos reducidos, según el viejo y tradicional almanaque activista: anualmente, cada 8 de marzo, 28 de mayo, 28 de septiembre y 25 de noviembre-, la primera reacción fue procurar inscribirla como parte (y fruto) de un pasado en común.
Sin negar y restar relevancia a esa red de feminismos que sostuvo y capitalizó, de hecho, semejante movilización -mucho se ha dicho ya sobre el modo en que las movilizaciones de Ni Una Menos (NUM) se fueron orientando hacia otras de las banderas históricas de los feminismos, como el aborto, en asambleas, frentes y campañas-, lo impactante de esa jornada fue la revelación de nuevos y extraños feminismos, imposibles de prever y, mucho menos, de contener. Hasta hubo acuerdo generalizado de reconocer a esa fecha como el nacimiento de una nueva generación de feminismos, una nueva “ola”. Nueva no sólo porque gran parte, la más visibilizada, eran jóvenes que no vivieron, y casi seguro tampoco conocían, la experiencia de los feminismos pasados. También fue novedosa por el modo en que nuevas personas -de todas las edades- y organizaciones -de todo el espectro ideológico- hicieron suyos viejos reclamos feministas. El renacimiento significó un nuevo comienzo para los feminismos donde al protagonismo lo tuvieron otros feminismos, desconocidos e impensados por los pocos que ya existían en el país.
Lo paradójico es que, frente al temor a perder lo que se supone ha de ser el legado de los feminismos y afrontar las implicancias y frustraciones que trae este nuevo comienzo, desde la acción política, se han dispuesto diversos sustitutos que buscan preveer, controlar y autorizar (o desautorizar) sus efectos.

Feminismos para principiantes: ¡lean!


Una de las primeras reacciones que acompañaron la insistencia de reconocer al movimiento sobre el que se sostuvo la jornada del 3J -y refutar así su aparente novedad y espontaneidad- fue la de dar a conocer el leitmotiv de ese movimiento. No sólo a partir de una novedosa visibilización de sus referentes históricas -novedosa, recordando las fuertes discusiones en torno a los “liderazgos” al interior del movimiento en décadas anteriores-, sino desde múltiples y disímiles “capacitaciones” cuyo propósito viene siendo el de formar a la sociedad en historia, teorías, enfoques, demandas y estrategias feministas.
Una primera explicación de esta reacción a lo nuevo que trajo el 3J, por la vía educativa, quizás la hallemos en el marco habilitado por la implementación de la Ley de Educación Sexual Integral n.° 26.150, del 2006. La ESI significó un cambio de 180 grados para muchos activismos en el abordaje de algunos de los principales ejes de lucha feministas -fundamen-talmente desde el enfoque integral sobre la sexualidad- y abrió caminos hacia reclamos que también concluyeron en leyes, como el matrimonio igualitario y el aborto. Hay quienes sostienen, como María Pía López, que la juventud que desbordó las calles ese 3J, y en las movilizaciones que le siguieron, fueron, precisamente, parte de esa juventud formada por la ESI. Pero esta vía educativa, que, en 2019, se vio reforzada con la promulgación de la Ley Micaela, también puede tener otras explicaciones. Algunas tan viejas como el feminismo mismo.
Recordemos que fue desde la educación que las primeras activistas propusieron alterar la exclusión de las mujeres del ámbito público. Desde la obra pionera del feminismo ilustrado de Mary Wollstonecraft a la de Elvira López y Alicia Moreau, entre tantas otras librepensadoras feministas de nuestro país. Aunque debemos atender una diferencia fundamental con nuestro presente: mientras que López y Moreau pretendían que las mujeres accedieran al mundo por medio de la educación -aquella que les era vedada, la impartida a “los hombres”-, en nuestro presente, lo que se pretende es que sea la educación (feminista, en este caso) la que transforme al mundo. Pretensión que tampoco es novedosa ni exclusiva de los feminismos.
Recordemos, como supo señalar Hannah Arendt, que esa aspiración no es más que una derivación de aquel “ideal educativo teñido con los criterios de Rousseau, en el que la educación se convertía en un instrumento de la política y la propia actividad política se concebía como una forma de educación”. En nuestro país, esta aspiración fue particularmente manifiesta en el proyecto educativo bajo el primer mandato peronista y, en nuestra región, en los proyectos emancipatorios de las “Nuevas Izquierdas”, inspirados en la pedagogía de Paulo Freire, de gran incidencia en los feminismos latinoamericanos.
En este último caso, la educación se llegó a concebir como “práctica de liberación”, no sólo en términos de las implicancias subjetivas de un pensamiento crítico sobre las representaciones opresivas del mundo impartidas en las instituciones educativas, sino también de las posibilidades políticas que abría la reformulación -dialogada y colectiva esta vez- de esos contenidos. Para los feminismos, esas prácticas se materializaron en los famosos grupos de “concienciación”, orientados a transformar la propia conciencia en la práctica de compartir experiencias individuales y encontrar ahí los componentes comunes de la opresión patriarcal. Podemos advertir en este tipo de prácticas feministas una clara confrontación tanto a la invisibilización de la labor femenina en la construcción de mundo como a la jerarquía del saber “de los hombres” frente al simple hacer de las mujeres. Lo que no se suele advertir, sin embargo, es que la confrontación resuelta de esa manera viene de la mano con las inexorables limitaciones que trae el encontrar sustitutos -en este caso, desde el saber y el hacer- a la acción política.

Las limitaciones que trae el gran equívoco de concebir a la educación como un instrumento de la política, o de la política un medio de educación, como ha señalado Arendt, es que “en lugar de la unión entre iguales para asumir el esfuerzo de persuasión y evitar el riesgo de un fracaso, se produce una intervención [impuesta]” (“dictatorial” -dice Arendt, refiriéndose a los movimientos revolucionarios de corte tiránico-), en la que se “intenta presentar lo nuevo como un fait accompli [un hecho cumplido], es decir, como si lo nuevo ya existiera”. Esto implica no sólo un desvío de la necesidad de hacerle frente a las discusiones y conflictos con quienes resisten a la transformación de lo viejo, sino también una negación a las nuevas generaciones “de su propio papel futuro en el campo político”. No es la enseñanza sobre “paridad de género” lo que va terminar con la exclusión de las mujeres y personas trans de los cargos públicos, sino el mayor protagonismo de su acción política. Más que la “capacitación en lenguaje sexista”, lo que va a erradicar los sentidos peyorativos sobre “lo femenino” es el hecho político de que una variedad cada vez más amplia de personas -asignadas a cualquier sexo al nacer- se reconozcan y desconozcan en su nombre.
Y sobre la subversión de la histórica jerarquía entre saber-hacer, formulando el hacer-labor de las mujeres -y todo otro sujeto interpelado por los feminismos- como un saber privilegiado, podemos vislumbrar también al menos dos grandes limitaciones.
La primera es que, aunque la operación tiende a diluir la distinción entre saber-hacer que históricamente excluyó a las mujeres de la política -dado que, en este caso, quienes estuvieron excluidas del saber ahora no sólo saben, sino que derivan ese saber de sus prácticas-, se sigue sosteniendo el privilegio del saber frente a la acción política. Si no, no se explicaría el privilegio y la agotadora insistencia en impartir esos saberes en “capacitaciones feministas”, antes que actuando políticamente entre pares. Incluso, advirtiendo que más que impartir conocimiento, lo que se proyecta es compartir experiencias -muchas de esas capacitaciones se imparten en la modalidad de “talleres”-, esas experiencias no dejan de enmarcarse en un saber feminista que las interpreta. Hay técnicas que atienden y, de ese modo, privilegian lecturas definidas de esas experiencias (como “componentes en común de la opresión patriarcal”, por ejemplo), que han ido configurando en el tiempo diversos modelos, medidas y normas de conducta -a replicar o a subvertir, según el caso-. Y aunque los contenidos que entran en las categorías de “violencia de género”, “discriminación sexista” o, desde la afirmación, en “paridad de género”, “reconocimiento de la diversidad sexual”, entre tantas otras, han ido variando con el tiempo -incluyendo nuevas/otras experiencias-, es indudable que configuran, en estas capacitaciones, modelos, medidas y normas de conducta específicas que se espera poder impartir a la sociedad por medio de esos talleres.
La segunda limitación de esta modalidad de trascender la jerarquía entre saber-hacer desde el saber-labor feminista se vincula a los efectos de lo que acabo de señalar (advertidos ampliamente por Arendt). El gran problema de la institución de modelos, medidas y normas de conducta a los asuntos políticos es que responden al formato del “hacer” que es propio del proceso de fabricación -es decir, en donde hay medios específicos para fabricar un fin, un objeto- y, con ello, se desvirtúa el sentido de la praxis política en medida (como vara) que juzga la adecuación de una acción, en términos medios-fines. Así, las acciones que terminan siendo significativas para los feminismos son aquellas que se ajustan a sus estándares previamente establecidos. Y sólo quien conoce esos estándares -es decir, quien maneja la historia, las definiciones, las técnicas y metodologías feministas- tiene la capacidad para alcanzar o reconocer los logros esperados (como aquellos que se adecuan al fin pre-establecido).
En la jerga activista, se suele chicanear la valoración del conocimiento de esos estándares como el uso del “feminismómetro”. Y lo problemático de hacer política desde esos estándares no es sólo la elitización del movimiento -orientado, o mejor dicho, “liderado” por quienes saben-, sino, sobre todo, el modo en que terminan trascendiendo la esfera de los asuntos humanos (“del mismo modo que una vara de determinada longitud trasciende, [es decir] está fuera y por encima de las cosas” que mide, dice Arendt en La Condición Humana). Y eso que se trasciende, se deja fuera, no es ni más ni menos que la condición humana de la pluralidad (esto es la inabarcable e imprevisible naturaleza diferencial -singular- de nuestras experiencias) y el potencial de sus efectos significativos en la construcción de un mundo en común.

*Salvo se indique otra referencia, las citas de Hannah Arendt son de su trabajo titulado: “La crisis en la educación”, publicado en su obra Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política.