(Volver a) Discutir lo popular


Pablo Alabarces*

Conducir una investigación sobre culturas populares y tener que dictar sus misterios en seminarios de grado y posgrado se asemeja hoy a un gesto voluntarista antes que a una empresa pedagógica: en los últimos veinte años la investigación se ha vuelto escasa, disuelta en juegos que la han llevado casi a la extinción. La pregunta por la democracia exige la pregunta por lo popular; y, recíprocamente, una adecuada pregunta por lo popular precisa, para escapar a celebraciones, populismos y disoluciones, plantear la dimensión de la política y el poder. Este movimiento, que es a la vez epistemológico y político, nos exige la producción de nuevos saberes que permitan la re-discusión teórica, a la luz de que la reorganización neoconservadora del mapa de la cultura en nuestras sociedades ya no nos permite la repetición de hallazgos de otro siglo.

Preguntarse hoy por lo popular exige una nueva posición radical, que interrogue con dureza la nueva economía de lo simbólico heredada de las dictaduras y el neoconservadurismo. Una interrogación que no solo registre el mapa intolerable –¿es necesario recordar que es una condición que ofende nuestro presunto progresismo?– de la miseria material de nuestras clases populares, sino también el mapa –que debiera ser igualmente intolerable– de la aguda desigualdad simbólica. Una desigualdad harto compleja porque no designa solo el acceso a determinados bienes culturales sino también las condiciones de producción de cualquier discurso: básicamente, el derecho a la voz. Y de un modo no menos importante, el derecho a la visibilidad y a administrar los modos de esa visibilidad. Lo popular nombra en la cultura contemporánea, y de manera radical, aquello que está fuera de lo visible y de lo decible. O que, cuando se representa, no puede administrar los modos en que se lo nombra: andá y poneme un groncho, parece ser el modo dominante de lo televisivo.

Estamos en un estado inédito de la cuestión: porque al mismo tiempo esa exclusión radical se reviste de plebeyismo como retórica dominante, lo que supone la exhibición de un democratismo falaz que esconde la radicalidad de la exclusión material y simbólica a la que se ven sometidas las clases populares. El plebeyismo es un modo de decir populista pero conservador, desprovisto de la vieja condición irreverente del populismo latinoamericano; un discurso que celebra un igualitarismo falso, donde pretendidamente todo puede ser dicho, visto y oído. Un discurso que describe, paradójicamente, que lo popular se ha vuelto hegemónico –contrariando un siglo de teoría política y cultural. Un escenario donde las prácticas populares se vuelven presuntamente hegemónicas porque se desvisten de toda irreverencia y transgresión –inclusive la diferencia por posición: el mismo hecho de ser popular, porque no hay un mapa de lo culto que permita reconocerlo como tal. Un escenario donde incluso los lenguajes se achatan, pierden espesor y riqueza, se limitan a retóricas plebeyas sin irreverencia, porque han perdido su condición distintiva. Es decir, el peor escenario: el de una desigualdad radicalizada que escamotea su condición de tal para afirmar su ficticia condición democrática.

Un análisis cultural democrático debe, entonces y en primer lugar, desmontar la idea falaz de que todo puede ser visto y oído, y debe reponer, política y eficazmente, el derecho imprescriptible al simbolismo de todos los grupos y clases sociales. Es decir, debe deconstruir ese poliglotismo falaz, la falacia de una polifonía que se vuelve, a duras penas, un concierto de ruidos donde lo hegemónico permanece duramente inalterado.

Y esto no es especulación, ensayismo, regreso de un apocalipticismo banal, reivindicación adorniana o cultista. Es simplemente una afirmación teórica basada en nuestra investigación: que encuentra la configuración, en las culturas populares urbanas contemporáneas en la Argentina, de lo que llamamos una ética, una estética y una retórica del aguante, definiendo de manera central lo popular. Así, los discursos y las prácticas se recubren de una serie de características que, entre otras, incluyen la homofobia y el machismo, desbordados hasta la saciedad; la –vieja pero siempre eficaz– reproducción de la dominación al interior de los dominados; un predominio de lo corporal por sobre lo discursivo (la construcción de sentido colectivo sobre el contacto de los cuerpos antes que sobre los intercambios simbólicos); el plebeyismo extendido que señalé, que no define ejes de oposición sino que disuelve todo conflicto en un igualitarismo falaz; una futbolización de las prácticas estéticas, en términos de los consumidores pero también de la enunciación –y del empobrecimiento lingüístico, que limita sus metáforas a las de un hincha–; y también, para hablar fundamentalmente de los medios, un arco que va desde un populismo negro, en sus versiones “progresistas”, a la estigmatización delictiva en sus versiones derechistas y “blumberguistas”.

No hay, en todo este mapa, nada que pueda ser llamado resistente. Fuera de las hipótesis de los viejos populistas culturales, la vida cotidiana y el escenario mediático describen un cuadro minuciosamente homogéneo, donde parecen haber triunfado todas las peores profecías. Especialmente, aquella que relataba el desplazamiento de lo político. Si los medios despolitizan todo lo que tocan, es hora de reconocer que han sido francamente exitosos. La pregunta por el poder, la única que puede contextualizar adecuadamente un análisis, una práctica, una representación cultural, jamás fue la predilecta de los medios de comunicación. El problema es que parece haber dejado de ser, también, la predilecta de los críticos: de nosotros, es imperioso recordarlo.

Solo en la medida en que nuestro trabajo recupere la dimensión política de la tarea teórica y académica, y a la vez la dimensión política de lo popular, toda esta discusión valdrá la pena. Fuera de lo político, de la dimensión conflictiva de la desigualdad material y simbólica, nuestro trabajo será puro gesto estetizante, apenas el ejercicio de un derecho de pernada simbólico que selecciona, usando nuestro poder intelectual –nuestra posición privilegiada de sector dominado, pero de la clase dominante, como decía Bourdieu–, los repertorios en los que nos solazamos y a los que distinguir con nuestra atención. Vuelvo al viejo dicho de Stuart Hall: fuera de esa dimensión política que habla de la lucha por la democracia material y simbólica, el fútbol, el rock, el aguante o la cumbia me importan un pito.



* Doctor en Sociología, Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA (donde dicta el Seminario de Cultura Popular y Masiva, y es además Secretario de Posgrado) e Investigador del CONICET. Especialista en culturas populares y sociología del deporte, su último libro es Hinchadas (2005).
Coordina el doctorado en Ciencias Sociales de la UBA.