Esta es una carta que escribió Hugo Míguez,
experto en epidemiología psiquiátrica, que murió de Covid el 20 de abril
último.
Hospital Italiano.
Cama 1216... Zona de trinchera.
“30 segundos”
Busco dejar algo de lo aprendido en estos días
de aislamiento, búsqueda de aire, revisión de sentido bajo la pandemia. Algo.
Lo que pueda.
Mientras me enfermaba el Covid encontré algo en
estas salas, en estos corredores, en la mirada de estas gentes.
Una cultura.
Un pathos.
Una emocionalidad antigua. Comprometida. Algo
yaciendo silente, a la par de la ciencia y la tecnología.
Una cultura.
¿Qué significa descubrir una cultura en el
Hospital Italiano en medio de un ataque como este?
Mucho.
Significa, contra lo que podría pensarse, que no
es el resultado de muchísimas personas. Con roles marcados, tecnicaturas,
profesiones, saberes, tecnologías, destrezas.
No. No es sólo eso. Es una matriz acogedora,
extraordinariamente cálida y
vivificante.
No es una nave científica que va a Marte. No.
Esta va a la región más desolada de tu cerebro. Al caldo primordial de donde
alguna vez nos arrastramos sin conciencia. Al lugar desde donde nos asusta el
final del Covid llevándose nuestro aire.
Va al lado oscuro de tu cerebro para
transformarse en una llamita con algo de calor y luz. Una cultura.
Me caí desmayado por la falta de aire y la desesperación y me encontré entrampado entre los muebles de la sala donde terminé. Donde me estrellé en la caída.
Unas manitas de enfermera tiraban de mí, Bibi.
Cuando crees que ya perdiste todo escuchas el
braceo enérgico de la que podría ser hasta tu hija llegando a vos.
Braceando como pudo me alcanzó. Me abracé a ella
y me di cuenta de que no estaba en un páramo sin vuelta atrás.
Entre todas me acostaron, me calmaron, me dieron
su aire.
Una matriz regenerativa que es la que ayuda. Un
supraorganismo como un micelio gigante que sustenta, sin que nadie lo vea
exactamente, los bosques que lo acompañan.
Una cultura.
Llegué dispuesto a evitar prolongaciones que
arañen dos meses más de sobrevida a costa de desesperación.
No rasguñar las piedras para mí.
Me protegió. Llamó todos los días a mi hija que
amo y la contuvo. Le explicó. La protegió.
No hay palabras. Es la matriz que regenera. La
que de alguna manera cargamos los sapiens cuando nos fuimos de África. Nuestra
estrategia. No preguntes por quién doblan las campanas, ya sabemos, suenan por
vos y por mí, hermano.
Tuve que partir al servicio de terapia
intermedia. Estaba inquieto. Aparecieron kinesiólogos, médicos, enfermeros. El
mismo espíritu. Las médicas llamando a mi hija y ayudándola mientras ella me
ayudaba a mí.
La matriz regenerativa y matriarcal de la
viejísima Europa. Cuando los pueblos como Huyuk no tenían murallas. Los
matriarcados de miles de años atrás, que sostenían la cultura. Cuando las
culturas matriarcales no habían sido barridas por los caballos de la edad del
hierro.
Y de pronto... las manitas de Bibi, el desborde
humanista y contenedor de Bernardo, la dulzura de la kinesióloga, la gente que
te ayuda de todas las formas porque son una cultura que dice que sos valioso.
Seguramente es cierto. Pero es porque te quieren desde lo más básicamente
humano.
Una cultura regenerativa que también alcanza a los varones.
Todavía no sé cómo saldré. Y no me preocupa
tanto. Y dicho con humildad. En serio. Saldré con paz y con cariño. Está muy
bien. Tengo 75 años. ¡Carpe diem para nosotros todavía!
Con estos pensamientos rondando desde hace unos
años, muchas veces, me pregunté cómo quería mi salida.
Sólo quiero 30 segundos lúcidos. Para poder
evocar a los que quise sin que llegue a atraparme la melancolía.
Me iré bien. Este hospital y su gente estará
también en esos 30 segundos. Gracias, gracias, gracias.
Hugo Adolfo Míguez
28/08/1945 - 20/04/2021