Educación: Petitorio contra las Políticas Educativas

Petitorio presentado en reclamo por la crisis que vive la escuela argentina actualmente. El texto lleva las firmas del destacado lingüista Pedro Luis Barcia, de los directivos de la Academia Nacional de Educación, de la Academia Argentina de Letras, de la Academia Nacional de Medicina, de historiadores como Luis Alberto Romero, José Emilio Burucúa, Hilda Sábato, María Sáenz Quesada e Isidoro Ruiz Moreno, de filósofos, como Santiago Kovadloff y Diana Cohen Agrest, del politólogo Marcos Novaro y de Rosendo Fraga, académico de número de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, de escritores, como Marcos Aguinis y Abel Posse, de Alberto Bellucci, ex director de los museos Nacional de Bellas Artes y de Arte Decorativo, de Fernando Petrella y de Ana Borzone, pedagoga, investigadora principal del Conicet, entre un total de más de 50 firmas.

A LAS AUTORIDADES LES PEDIMOS QUE EMPIECEN A EDUCAR EN SERIO Y RECONSTRUYAN LA ESCUELA ARGENTINA


Un título vacío es una discriminación encubierta y una inclusión fallida.
Los abajo firmantes queremos expresar nuestra honda preocupación por la crisis que vive la escuela argentina y que se ha visto profundizada en niveles alarmantes por las últimas medidas adoptadas en el contexto de la pandemia.
Un grito de alarma ha surgido de los docentes que ven afectada su dignidad con imposiciones que apuntan a degradar la esencia de su rol: enseñar.
Antes de que concluyera el ciclo lectivo 2020 -el año de las aulas cerradas- el entonces Ministro del área educativa y el Consejo Federal de Educación anunciaron el pase automático de grado para todos los alumnos, despreciando el esfuerzo personal de cada estudiante por aprender y de los maestros por enseñar en un contexto adverso.

Esa decisión se completó, en el 2021, con una serie de disposiciones imbuidas del mismo espíritu facilista: un sistema de promoción flexibilizado al máximo, que da por adquiridos los conocimientos de dos años de una materia con un solo trimestre aprobado a finales de 2021 y permite pasar de año con hasta 5 ó 6 materias previas-, todo ello acompañado de la supresión de las calificaciones numéricas, de las mesas de examen, de la obligatoriedad de asistencia a la escuela y de una inaceptable presión a los docentes para que certifiquen aprendizajes no verificados.
Hace décadas que las autoridades del área -bajo diferentes administraciones- cultivan la concepción de que la necesaria inclusión social sólo se logra mediante la degradación de la calidad y del contenido de la enseñanza. El resultado es el contrario al declamado: la brecha escolar es cada vez mayor, ya que las familias que disponen de los recursos materiales necesarios huyen hacia los pocos nichos de excelencia educativa que van quedando, tanto en lo público como en lo privado.

Por eso afirmamos que el déficit educativo actual no es esencialmente de orden presupuestario. Es conceptual. Teorías pedagógicas antojadizas desterraron de la escuela el rigor metodológico y la enseñanza sistemática.
Medidas como las que se tomaron a fines del año pasado en relación con la promoción de los alumnos no son sino reflejo de la idea de que la exigencia, la disciplina y la evaluación de conocimientos son agresiones a los educandos, a los que se debe contentar todo el tiempo; una concepción que deriva de haber puesto en cuestión la centralidad del saber y la jerarquía de relaciones que deben imperar en la educación.
El centro del sistema debe volver a ser el conocimiento, cuya transmisión es un proceso complejo y multidimensional, que implica una estrecha colaboración entre maestros y alumnos, entre compañeros de curso, entre padres, madres, docentes y educandos, aunque posee siempre una suerte de columna vertebral y ordenadora: el eje vertical de la transmisión cultural. Pero en nombre de la idea de que “el niño aprende solo” -que “construye su propio saber”- se les negó a los maestros la autoridad para enseñar y a los alumnos el derecho a aprender.

Ningún niño puede apropiarse del conocimiento por sí mismo.
Y todo niño tiene derecho a que le enseñen, a que le permitan acceder y apropiarse del acervo cultural acumulado por generaciones anteriores. Ese es su derecho. Y solamente la escuela se lo puede garantizar. Eso le permitirá en el futuro defenderse y actuar en el mundo ya sea laboral, relacional, universitario.
Pero hoy, con una concepción paternalista y bajo la etiqueta de la inclusión, verificamos que se promueve, junto con la desvalorización del esfuerzo personal y el vaciamiento de los programas, una estigmatización de la disciplina, que mina la autoridad del maestro.
Sin aceptación por parte del alumno de la autoridad del docente, no hay transferencia de conocimiento posible. El Estado tiene que hacer respetar esos valores que hicieron grande a nuestra escuela y recuperar la alianza virtuosa de autoridades, padres y maestros que hace posible el aprendizaje.
En la escuela de hoy hay una constante nivelación hacia abajo. La competencia, que debería ser promovida en aras de la emulación, es descalificada con el absurdo argumento de la discriminación. Se transmite así a los educandos la idea de que no vale la pena esforzarse.
El paternalismo que se esconde detrás del discurso inclusivo es en realidad una subestimación de los niños pobres. En vez de enseñarles se hace con ellos caridad educativa. Y se los priva de la única oportunidad que tienen para salir adelante: la escuela.

Una escuela que enseñe.
Se sacrifica de este modo la función igualadora en oportunidades y promotora de futuro que tuvo la educación argentina tradicionalmente gracias a la impronta que le dio Sarmiento.
Una escuela que enseñaba a leer y escribir en primer grado, mientras que hoy se tapa el fracaso promoviendo automáticamente y argumentando -contra toda experiencia- que los niños necesitan dos años para ese aprendizaje.
Todo niño está en condiciones de aprender a leer y escribir y a realizar operaciones matemáticas básicas en el transcurso del primer grado. Es imperativo volver a cumplir ese objetivo porque el alumno que no domina la lectoescritura estará mal equipado para todo el resto de su recorrido escolar.
Es un derecho que no se le puede negar. Si no se lo garantiza se está divorciando a ese futuro joven del mundo, se lo está condenando a la marginalidad o a la esclavitud. ¿De qué innovación tecnológica hablamos si no se provee a los estudiantes de las herramientas necesarias para acceder a esos conocimientos?
Distribuir laptops es importante, pero eso no salva en sí mismo las fallas actuales. Es sólo una herramienta que no exime a la escuela de su tarea ni a las autoridades de su responsabilidad.

Más grave aun si cabe es que el facilismo educativo imperante se está trasladando a los Institutos de Formación Docente en los que se ha impuesto un ingreso irrestricto, comprometiendo lo que debiera ser un principio indeclinable: que ingresen a la carrera docente los mejores estudiantes.
Es que se ha desvalorizado la docencia. Al profesor, que es quien transmite el conocimiento, se lo pone a la par del alumno. No puede penalizar, desaprobar, ni dejar libre.
El desafío que tenemos por delante es devolverle a la escuela su rol de enseñar. Hay que desarmar la absurda asociación entre la desaprobación y el maltrato. Y entre la aprobación y la calidad educativa. Un título vacío es una discriminación encubierta y una inclusión fallida.
Por todo ello les pedimos a las autoridades que asuman perentoriamente, a modo de mandato, modificar este rumbo. Se está des-educando a varias generaciones. Y si se enajena el futuro de los niños y jóvenes, se está enajenando el futuro de la Nación.
Si el gobierno nacional quiere des-educar, no por ello las provincias deben permitirlo. El país federal tiene que poner fin a esta concepción demagógica de la enseñanza, que reniega de la exigencia y de la disciplina, desautoriza al maestro, estafa a los alumnos y compromete el porvenir de la Patria.