El límite de un conejo

Por: Verona Demaestri - Foto: Nico Freda

Pero a qué límite alude Painceira. ¿Al de una persona, al de cualquier cuerpo? ¿al de un pueblo, una generación? ¿al de un país, una región, un proyecto? Más aún: qué es un límite. ¿Es saberse mortal, finito, vulnerable? ¿La dictadura, la democracia?
El periodista y escritor platense Eduardo “Lalo” Painceira nos invita a atravesar el espejo. Del otro lado, nos esperan sus cuadernos de la cárcel como preso político de la dictadura de Lanusse. “El Límite de un Conejo” es una novela autobiográfica de los años luminosos previos a la larga noche del último genocidio argentino. En esta nota que incluye videos con la propia voz del autor, Perycia recorre las páginas de un libro ineludible que está lejos de ser la nostalgia de aquella luz que anunciaba un mundo mejor. Es, en cambio, su evidencia.
«Tengo un amigo médico que suele preguntar a la gente con qué parte del cuerpo vive. Cuando me lo preguntó a mí, dije sin pensarlo: 'Con los ojos', Y es que todo, cuanto escribo, pasa primero por los ojos. Son el filtro. Las palabras son en cierto modo el enemigo».
La escena narrada por John Berger -el escritor, poeta, artista y crítico que revolucionó la manera de mirar para siempre-, traslada la pregunta.
¿Con qué parte vive quien lo cita insistentemente en su reciente novela, Eduardo “Lalo” Painceira? Podríamos responder sin necesidad de preguntarle: con el órgano más extenso del cuerpo, a flor de piel. Ambos dejan marca (¿no es eso escribir?), ambos entrenaron la lectura (¿no es eso en parte sentir?), ambos están hechos de arte (¿no es esa por definición la materia constitutiva de cualquier poeta?).
Painceira dibuja con luz. Sabe que la oscuridad encandila, entonces viaja al principio, a su precuela. Allí encuentra la escaleta, la reescribe, narra. ¿Desde dónde?


Un principio posible

“A mí me gustaba el frío (…) sentir el viento helado, sopapeándome la cara como si quisiera despertarme. (…) Me gustaba el frío y hasta su paisaje plomizo invitando siempre a la intimidad (…) Nunca sentí el frío de esta manera, sin posibilidad de calor ni de juego. Sin tregua (…) descubro que el temblor es el grito del cuerpo”.
Así comienza “El Límite de un Conejo”, de Painceira, que otra vez dialoga, sin saberlo, con John Berger, quien desde uno de sus poemas define: “El frío es el dolor de creer que nunca volverá el calor”.
También Berger, en “Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos”, decía:

“Los primeros que inventaron y dieron un nombre a las constelaciones eran narradores. Al trazar una línea imaginaria entre ellas, les confirieron una imagen, una identidad. Se ensartaban las estrellas en esa línea al igual que se van ensartando los acontecimientos en un relato. Imaginar las constelaciones no modificó las estrellas, ni tampoco el negro vacío que las rodea. Lo que cambió fue el modo de leer el cielo nocturno. El problema del tiempo se parece a la oscuridad del cielo. Cada acontecimiento se inscribe en su propio tiempo. Los acontecimientos se agrupan y sus tiempos se superponen, pero el tiempo que comparten no se extiende necesariamente más allá del grupo».

Berger además sostiene que hay un tiempo cronológico, biológico, y uno en espiral, de la conciencia, relativo, cuyos ordenadores pueden ser, entre otros, las estaciones. Y que en cualquier caso, para leer sus marcas es preciso conocer el punto de partida. Es decir, una historia puede empezarse por el calor o por el frío, son elecciones. Painceira las supera: elige contar el frío de una primavera que se anuncia calurosa y próxima. Todo un verano si se lo contrasta con el genocidio posterior.
Aquí también podemos decidir cómo narrar esta reseña. Podríamos referir por ejemplo que: ““El Límite de un Conejo” inicia una noche de 1971 durante la dictadura de Lanusse cuando diez policías de civil emboscan en una escalera sin luz a tres militantes de una organización de izquierda”. Y continuar: “la redada los llevó a Coordinación Federal en el barrio porteño de Montserrat donde fueron torturados y trasladados como presos políticos a varias dependencias carcelarias como la Unidad 9 de La Plata o Devoto. Cuando fueron liberados, los obligaron al exilio en Perú y Chile hasta el retorno de Perón y la victoria de Héctor Cámpora”.

Pero subrayamos que Painceira (en una clase de vida -y toda una definición como comunicador y periodista-) elige salvar la vida de sus compañeros:

“No informar es ganar la batalla porque aún estando presos podemos ganar”. El dato dicho es tan poderoso como el no dicho en ciertos contextos límite, como el de tortura. Eso define a Painceira, su coherencia. Él lo sabe y sostiene el silencio. Y preferimos destacar que para iniciar la novela elige una cita de Jean Paul Sartre durante Mayo del '68: “Hay algo que ha surgido de ustedes que asombra, que trastorna, que reniega de todo lo que ha hecho de nuestra sociedad lo que ella es. Se trata de lo que llamaría la expansión del campo de lo posible. No renuncien a eso”.

Límite y expansión, condiciones de posibilidad para la vida y pulso de aquel tiempo.
“Tengo 79 años. Soy viejo, sencillamente”, dice Painceira en este tiempo, hacia el final de su novela. Lo que no dice, es que su mirada no ha envejecido. Un niño habita ambos cuerpos.

Sobre límites y conejos

El conejo es su mejor versión (“En cada primavera vivida colectivamente he vuelto siempre a reconocerme Rabito o Conejo”), pero a qué límite alude Painceira. ¿Al de una persona, al de cualquier cuerpo? ¿al de un pueblo, una generación? ¿al de un país, una región, un proyecto? Más aún: qué es un límite. ¿Es saberse mortal, finito, vulnerable? ¿La dictadura, la democracia?
“Esa libertad que había buscado tan lejos estaba tan próxima que no podía verla, que no podía tocarla. No era más que yo. Porque yo soy mi libertad”, cierra la primera parte titulada “Entre Muros”, para retomarla en la segunda parte “Todo Llega”.
“El Límite de…” está estructurado en partes que podrían funcionar como libros distintos y complementarios. Si la primera está narrada en base a las anotaciones que realizó en distintas cárceles, y en ocasiones toma recursos del guión cinematográfico (la descripción de personajes, los encuadres de la posible cámara en manos del narrador, los guiños para la recreación visual de algún realizador conmovido por aquellos presos políticos); la segunda será una reconstrucción atada a su memoria.
En la primera cuenta la detención, la tortura y las cárceles. Pero esas son excusas. De lo que nos habla es de la soledad y del amor por un proyecto libertario y un país, de una juventud maravillosa que empuñaba la palabra política, no como mala palabra -como quieren hacernos creer- sino como sinónimo de todo eso.
Painceira tiene tantas vidas como Berger, y en esta primera parte cuenta una de las tantas. En los pasos previos, revolucionó en los '60 la escena cultural platense siendo parte fundante de la vanguardia pictórica de la ciudad cuya historia puede leerse en su publicación previa “El Blues de la Calle 51”.
La precuela, podría tenerlo a Painceira como periodista compartiendo redacción con por ejemplo Paco Urondo en la revista “Juan”, o militancia y proyecto de país con Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, quienes además fueron sus abogados.
Como flash foward de lo que vino mucho después del fin de la última dictadura podemos anticipar que publicó “Dar la Vida. La resistencia de la calle 30” sobre el ataque de fuerzas conjuntas a la casa que hoy es Museo de la Memoria, de donde secuestraron a Clara Anahí Mariani Teruggi. Y trabajó décadas en el Diario El Día de la ciudad donde sus artículos se diferenciaban del resto, por sensibilidad, compromiso de vida y calidad en la pluma.
Y bordeando 2001 cofundó medios como La Pulseada, la revista del padre Carlos Cajade, en épocas de estallido. En cada crónica tomaba nota, apuntaba las palabras del entrevistado (“cada uno tiene las suyas”) y las hacía jugar. “No se trata de dar voz. Los que llaman “los sin voz” ya la tienen. De lo que se trata es de hacerla oír”, aclaraba.
Usaba también entonces esos anteojos redondísimos de carey en honor a los '60, vanguardia cultural y antesala del horror. Él fue su hijo pródigo dentro del colectivo que estalló la ciudad cuadriculada: El Grupo Si. Es por eso que quien prologa su historia es Carlos Vallina, un testigo de esos años fosforescentes de vanguardia cultural y compañero de Cine en la Facultad de Bellas Artes.
La prosa de Painceira es iluminista, la del escritor al que lo define el dato, la entrada enciclopédica, la cita erudita. Es lógico, es platense. Hijo del cuadrado planificado que él mismo se encargó de implosionar habitando los márgenes. En esa metamorfosis política se define, en ese contraste que supo transformar entre otros a Rodolfo Walsh, y sumarse al campo popular peronista, desde la izquierda.

Un final provisorio

Painceira podría finalizar la novela con su frase: “Encierro dentro del encierro, al fin y al cabo todos tuteamos la misma herida”, y dialogar con John Berger (“Intento dormir, mi país es un pellejo clavado en una madera”). Sin embargo: “(…) ya contábamos con desaparecidos y muertos como el flaco Aníbal, los fusilados de Trelew, el Gallego. (…) En cada primavera vivida colectivamente he vuelto siempre a reconocerme Rabito o Conejo. Por eso el punto final de estos recuerdos colectivos se queda allá, en esa Plaza del 25 de mayo de 1973, cuando en pleno invierno un puñado de gloriosos y tercos conejos imberbes instaló la primavera extendiendo los límites de lo posible”.
Painceira trae al presente aquella jornada vivida hace 45 años como precuela de la “reciente primavera que gozamos hasta hace poco, y que alumbraron Néstor y Cristina (…) me siento capaz de asegurar con la terquedad de un enfermo crónico de esperanza, que ya se divisan los brotes de una primavera próxima”. Y asegura que “Volveremos y seremos plaga”.
Así, podríamos seguir ensayando finales en un juego mental inconducente, frases, citas de lo mucho narrado, de todo lo dicho. Sin embargo, tiene más peso lo no dicho, como él mismo enseña. La ausencia más sonora, la presencia más brillante de “El Límite…” es su compañera, quien llamó a la puerta en su exilio en Perú: “Cuando se abrió apareció, recién llegada de Lima, una compañera peronista que a los pocos meses cambiaría mi vida totalmente, desde entonces hasta hoy, transcurridos algo más de cuarenta y cinco años. (…) Yo presumía de intelectual y como tal, en ese tiempo, crecí negando lo físico y sus posibilidades expresivas, sordo al pensamiento que guarda todo cuerpo y que necesita sacar afuera como su vuelo, su poesía, su música y su sexualidad”. Y en la autocrítica, la cita sin saberlo.
Lima era “Ese permanecer en una tierra sin hacer pie, pisando sin hacer ruido, con toda la carga de transitoriedad que tiene ese estado en donde nada es de uno”. Era el exilio puente al Chile de Salvador Allende donde ambos unieron destinos.
Un buen periodista sabe del doble filo de las palabras. Protegen o exponen. Y si el cuidado es la primera forma de amor, el suyo por su compañera es infinito.
El final del libro más que un cierre es un estado de certeza, el punto donde los tiempos comulgan, el cruce exacto en mitad de caminos allí donde los discursos sobran.
Al principio decíamos que esta era una historia de cárcel y tortura, de cómo se anunció en pleno día tanta noche. Que Lalo era periodista, escritor y artista plástico. Pero corremos el límite para decir: Lalo es poeta, cómo haría sino para retomar la rebeldía de lo bello, lo lento, lo humano.
Y reescribimos. Esta es una historia de amor en la que un Conejo dibuja con luz. Comienza en primera persona del plural y finaliza, sonoramente, en la segunda del singular. En ella queda comprendida la belleza del mundo y todas sus primaveras:


“¿Mi compañera?
Todavía duerme.
Por eso no salió el sol.
Ella lo guarda en sus ojos.
Desde siempre.”

«El Límite de un Conejo», Eduardo Painceira.
Publicada: 12/02/19


Que en Paz descanses:
Eduardo “Lalo” Painceira